viernes, 27 de mayo de 2016

MAMÁ UCA Y PAPÁ JUAN... MIS ABUELOS MATERNOS.


    Se llamaba María Ortega Yánez; le decían Maruca y para nosotros, sus nietos, siempre fue "mamá uca". Fue la quinta de siete hermanos (la primera hembra después de cuatro varones) y nació en la barriada de San José un 15 de febrero de 1.912, el mismo día y mes que nací yo, presagio de nuestra ya eterna complicidad...

Guardo tantos recuerdos suyos en mi memoria que igual tendré que escribir dos partes sobre ella, más que nada para evitar aburrirles (risas).





     Se casó un 19 de agosto de 1.945 con Juan Ruiz Rodríguez, mi querido abuelo, al que llamábamos "papá Juan". Era natural de Gáldar pero había emigrado con sus padres a la ciudad en busca de mejores oportunidades. Con tal fin habían arrendado una tienda "de aceite y vinagre" en la Calle Nieves, número 17 del Risco de San Nicolás y mi abuelo, que ya era un "galletón", empezó a vender plátanos de estraperlo y bocadillos en un almacén muy cerquita del Hospital Militar que, en 1.937, estaba situado en la calle Juan de Quesada.
Allí fue donde conoció a mi abuela; pues ésta solía ir a visitar, junto a su hermana Loli, a los enfermos de dicho hospital para hacerles un pizco de compañía. Las idas y venidas hicieron que se convirtieran en asiduos de la zona y así, poco a poco, surgió el amor...
A su vez, Loli entabló amistad con un presunto preso político de Tenerife, que se encontraba allí ingresado, con quien casó años después para pasar el resto de su vida en la hermosa isla vecina.




Mi bisabuelo le traspasó el negocio a su hijo recién casado por 30 pesetas diarias y allí, en una minúscula habitación de la parte trasera que llamaban "la trastienda", el matrimonio empezó su nueva vida en común. La tienda se inauguró un martes trece y sus primeras ganancias fueron trece duros. Por eso no soy supersticiosa; me gusta los martes treces, los viernes trece, el número trece, (el sesenta y nueve también  :P), los gatos negros, abro paraguas dentro de casa, dejo el bolso en el suelo y, si veo una escalera, paso por debajo de ésta. ¡¡Ja!!



En 1967, con el dinerillo que habían logrado ahorrar, compraron una casa que estaba ubicada en la Calle Nieves número 5, la reformaron completamente convirtiéndose en la primera vivienda del barrio con ¡inodoro!, y al siguiente año se trasladaron. Mi madre ya había cumplido sus 15 primaveras...




Recuerdo con nostalgia aquella casa... Su ancho pasillo revestido con láminas de madera; el enorme salón; aún me parece ver a papá Juan cenando su peculiar tazón de leche con bizcochito picadito, la pasta de guayaba "Conchita" en su inimitable caja de madera y la naranja de postre, sus habitaciones; aquel patio interior tan luminoso que cobijaba, bajo su abrazo, el baño y la pequeñita cocina donde mi abuela se pasaba horas y horas; las empinadas escaleras que daban a la azotea y que nadie me dejaba subir por miedo a que rodara por ellas; hasta que un día, a hurtadillas y a cuatro patas, las escalé desafiando al mundo a la par que demostraba lo cabezona y testaruda que sería (aunque yo prefiero llamarlo tenacidad para que parezca una virtud en lugar de un defecto, jajaja).
La azotea merece una mención especial porque el día que la descubrí, me enamoré...
Me enamoré de aquel amplio espacio al aire libre; del suelo color teja que quemaba cuando el sol lo bañaba; me enamoré de las paredes blancas que dibujaban sombras al compás del movimiento del astro rey; de los días nublados y su  lluvia; del horizonte y del enorme edificio que se divisaba a lo lejos convirtiéndose en esa particular brújula que me indicaba qué escalinata subir para retornar a casa.





Tengo cuarenta y seis años; viví siete en el Risco y veintiuno en Escaleritas pero, cuando alguien me pregunta:  -"de "dónde eres"-,  siempre contesto orgullosa que soy de San Nicolás.
Quizás por ello aún me invade una especie de melancolía cuando rememoro la tristeza que me inundó cuando supe que mi madre vendía la casa... Y quizás por ello, de vez en cuando, vuelvo a pasear por sus calles empedradas envuelta en una especie de morriña y desconsuelo...




Mi abuela era regordeta y corpulenta; de piel blanquita; recuerdo que la parte interna del brazo era un colgajo, inevitable síntoma del paso del tiempo, con el que a mi me gustaba jugar moviéndolo de lado a lado como si de un columpio se tratase...
Tenía su característico pelo rizado ya de color plata y su voz aguda que, a veces se convertía en chillona, pero que a mi me encantaba. Era una mezcla entre Rafaela Aparicio y Gracita Morales, jajaja...

Y yo, tuve la suerte de ser su primera nieta...



Nací un 15 de febrero de 1.970 a las once menos cinco de la mañana y, como en ese tiempo, mi madre ayudaba a mi abuelo en la tienda, se puede decir que fue ella quien prácticamente me crió.
Mi madre cuenta que con dos añitos se me puso un ojo "virolo" y tuvieron que tapármelo con un parche; a mi pobre abuela casi le da algo cuando me vio porque decía que, como era poco lo que tenía encima, aludiendo a mi parálisis cerebral, lo que me faltaba era un ojo "cambao". Así que se fue a la Iglesia y le prometió a Santa Lucía, patrona de los invidentes, un ojo de cristal si curaba el mío. A los pocos meses mi ojo volvió al sitio y Santa Lucía tuvo el suyo de cristal.





Siempre fui malísima para comer; recuerdo los aviones de carne y papa frita que, mamá uca con tanta paciencia, hacía volar desde más allá de su brazo derecho hasta mi boca. Yo tardaba minuuuuuutos y minutos en masticar aquel pizco de ternera y hoooooras en comer. A veces, me sentaba en el alféizar de la ventana de nuestra habitación con la esperanza de que, a lo mejor, viendo pasar a las vecinas, engullía más rápido pero ocurría todo lo contrario... Aquellas idas y venidas de la gente, sus risas, comentarios, carantoñas, bromas y demás hacían de mi almuerzo un espectáculo y yo, claro, me lo pasaba pipa, me distraía, etc. ¡¡Nunca funcionó!!





Dormía en la misma habitación que mis abuelos; era un dormitorio enooooooorme, el más grande de la casa, por eso mis días coronaban allí, a la vera de papá Juan y mamá uca que velaban mis sueños en aquella estancia aromatizada de vicks vaporús.
Lo hacía en un mueble que escondía en su interior una cama plegable; por las mañanas era un enser más de la casa que servía de estantería y ropero, por las noches, como por arte de magia, se transformaba en mi peculiar y exclusivo dormitorio. Mamá uca tenía colgados en la pared de la alcoba todos mis muñecos y peluches pero, de ellos, había uno que para mi era el más especial...
Se parecía al oso Yogui, era de color beig, con ojitos de cristal de color canelos y una pupila negra muy brillante la cual yo miraba y tocaba embelesada. Asimismo tenía la planta de sus patitas forradas con una tela de cuadros verdes y blancos y eso, precisamente, era lo que lo hacía diferente a los demás; ¡¡yo tenía un vestidito de tela idéntica!! y aquello me llamaba tanto la atención...
Cada vez que mi abuela me ponía ese traje, le pedía me bajara el osito de la pared y ese día no nos separábamos.





Por el barrio siempre pasaba el mismo panadero, Pepito se llamaba y mi abuela, todas las tardes, le compraba el pan para la merienda. Exquisitos bocadillos de nocilla los que me hacía y yo devoraba sin piedad (esos si me lo zampaba sin rechistar). Aquel característico olor y sabor a panito recién hecho, donde el chocolate se fundía cual volcán en erupción, unido al talante bonachón de Pepito hizo que jamás me olvidara de él.





De Papá Juan no tengo demasiados recuerdos... Sé que era la persona más generosa y noble que pisaba la tierra y que  le apasionaban los animales; de hecho tenía conejos, gallinas, cabras, periquitos y ¡¡hasta un mono!! que se vio obligado a quitar porque cuando no estaba tocándose la "chola", estaba masturbándose , jajajajaja...
Yo lo del "mono salío" no lo sabía, pero sí recuerdo ver cabras en la azotea incluso, ahora que lo estoy rememorando, me viene a la memoria el fuerte olor de aquella zona, una mezcla entre alfalfa y excrementos que echaba "pa'tras".
Ahora entiendo por qué siempre he querido una casa con terreno donde poder atesorar y disfrutar de toda clase de animales; perros, gatos, conejos, gallinas, patos, etc, etc. Es algo que siempre le comento a mi hijo: "Yo sería feliz en una pequeña casita con terreno para poder acoger a cualquier animalito abandonado, una casita que además tuviera un pizco de césped porque me encanta su olor y, aparte, solamente el verlo, me transporta directamente a la calidez estival del verano, una casita cuya cocina estuviera rodeada por un gran ventanal y una buhardilla a donde pueda retirarme cada vez que necesite de un espacio para escribir o evadirme..."





Mi abuelo se levantaba a las cinco de la mañana si debía ir al mercado a por provisiones para la tienda, de lo contrario siempre lo hacía una hora más tarde para atender a sus "bichitos" antes de ir a trabajar.
Recuerdo con mucho cariño la vez que me encontré media peseta y se los di para me comprara alguna chuchería en la tienda y me trajo un paquete de millo. Resultó ser emocionante pues fue lo más parecido a conseguir algo por mi misma.



El día cinco de mayo de 1.975 mi abuelo traspasó la tienda por doscientos veinte mil trescientas veinticuatro pesetas de aquel entonces; el uno de enero de 1.976 murió de un infarto cerebral (ictus) cuando todavía no había cumplido los 64 años de edad y ese mismo año se vendió la casa de San Nicolás...












Una mamá orgullosa...